Hace unos días, Alma Plus publicó una información sobre los procesos de alfabetización que se llevan a cabo en Honduras y más impactante que cualquier dato resultaba la imagen que aparecía en portada. En realidad, más que la imagen toda, era el rostro, un rostro.

Se trataba de una mujer de treinta y tantos o cuarenta años que agarraba en una mano una pequeña bandera de su país y, en la otra, una también pequeña de Cuba. Al mismo tiempo, las manos, manos de trabajo fuerte, sostenían un certificado que aseguraba: “Yo sí puedo leer y escribir”.

Pero vale la pena insistir en que estos son datos complementarios, en que la verdadera información “pura y dura” se encontraba en el rostro de esa mujer. No tenía la euforia de una campeona olímpica, porque ser campeón olímpico es prácticamente el fin de un camino. El rostro suyo era el rostro pícaro de quien acaba de entrar a la carrera, de quien descubre, de quien se estrena en la nueva división y, más allá de cualquier probabilidad, cree que va a ganar.

¿Y qué es ganar? A veces ganar es una sumatoria de posibilidades; es, como mínimo, poder decir “Yo sí puedo”.

Los ojos perfectos, oscuros, fijos en la cámara. La boca apretada, retadora, con un leve corrimiento hacia la izquierda.

Mujer alfabetizada en Honduras

Esto ocurre en Centroamérica durante el verano de 2024. El programa mediante el cuál la protagonista de la imagen aprendió a leer y escribir se conoce como “Yo sí puedo” y lo impulsó en 1998 el Comandante Fidel Castro Ruz (1926-2016), líder histórico de la Revolución Cubana.

La nación caribeña en ese año apenas salía de la parte más profunda y dolorosa de una crisis económica que sobrevino desde inicios de la década, cuando la propuesta organizada de una sociedad distinta a la capitalista, la propuesta más sólida y de peso en términos geopolíticos y en términos de liberación, se cayera a pedazos.

Cuba había quedado sola, casi sola. Los intelectuales de la dominación lanzaban “teorías” sobre el fin de la historia, sobre el fin…

Y el gesto de esta mujer hondureña en 2024, su rostro, remite extrañamente a esos años, porque hay guiños capaces de enlazar los tiempos, de hacer balance de ideas, sueños y certezas, de mandar recados de otros tiempos, que a la vez son de estos mismos.

En 1998, en medio de la crisis no solo económica, sino social más grande que había registrado la Revolución Cubana, en medio de una de las soledades más dolorosas de las que se pueda dar testimonio, Fidel decidió seguir apostando por la salvación colectiva, por insistir en que aún existía un mundo en el que la isla tenía sentido. Y se fue, una vez más, a los más humildes, a los más humildes de cualquier parte, a los marginados.

Pensó, mediante el “Yo sí puedo”, en la alfabetización de Níger, pero allí no pudo aplicarse. Lo recontextualizó al creole y lo llevó a Haití. Después se recontextualizó cuantas veces hizo falta: al inglés, al portugués, al quechua, al aimara, al guaraní, al tetum, al swahili… Millones de personas pudieron escribir su nombre por primera vez y un poco más, quizás mucho más.

La lucha por la educación podría pasar como “uno más” de los tantos ejemplos del actuar de Fidel en pro de la liberación definitiva. Pero sería un error asumir ese “uno más”.

Después del triunfo revolucionario de 1959, la Campaña de Alfabetización fue de las acciones más contundentes en términos sociales y en términos políticos de las que se desarrolló en Cuba y tuvo una importancia central en el transcurso de la obra.

A finales de la década de 1990, no solo fue el “Yo sí puedo”. A lo interno del país, Fidel llevó las universidades a cada municipio, en lugar de esperar a que los moradores de cada municipio asistiesen a las universidades. Desde ahí se reinventó Cuba.

Tal proceso, que se conoció como batalla de ideas, fue también una batalla de sensibilidades, batalla de sentidos comunes y complejos, una pugna por almas.

En las pantallas de los televisores que por aquellos años recibieron a precio subsidiado las familias cubanas, Fidel se encargó de que, al encender, lo primero que se viese fuera una frase del Héroe Nacional, José Martí, que aseguraba que “Ser culto es el único modo de ser libre”.

Pasarán muchísimos años y Cuba no podrá “salvarse” de esas palabras.

La televisión en cualquier parte del mundo es fundamentalmente un mecanismo publicitario. De todo se vende, cualquier cosa.

Pero de pronto usted no está en cualquier parte del mundo, piense que de pronto usted es un niño o una niña y, en lugar de publicidad, su televisión solo le hace recitar una frase de José Martí cada vez que va a encenderse, que es lo análogo a un acto de fe, como quienes rezan la oración antes de entrar al sueño, como purificarse antes de dar el siguiente paso, descalzarse en la puerta.

Es como un susurro, una revelación: “ser culto, ser libre, ser culto, ser…”; una conversación en las intimidades del cerebro, una fórmula para ahora y hasta que te mueras e incluso para después, porque se la repetirás una y mil veces a tus hijos y nietos. Y eso estará bien, porque la bondad nunca ha sido lo suficientemente bien “publicitada”.

No fueron, sino que son aún los diálogos "secretos" de Fidel que se expresan de disímiles maneras a cada paso, como si su voz no se resignara a irse, como si su voz continuase en esa pugna por las almas, porque hay gentes que ni luego de morir siente tener derecho al descanso.

Son los diálogos de Fidel que aún llegan así como así, como un pregón, como una frase suelta, como un televisor que se enciende, como una idea que retumba en la cabeza y que no deja dormir, como una mujer en Honduras ante una cámara fotográfica que aprieta la boca, retadora, con un leve corrimiento hacia la izquierda.