¿Para qué sirve recordar? ¿Para qué la memoria? ¿Por qué nombrar a un hijo o hija como se llamaron otros u otras? ¿Por qué bautizar a un pueblo, un movimiento, una idea… con el nombre de quien fue?

El ser humano es un animal de símbolos, metafísico en sus momentos más íntimos y hasta en los más dolorosos y tremendos. El ser humano necesita de la poesía aparentemente ajena a raciocinios, porque la vida, que no es poca cosa, muchas veces así se le muestra.

Y nadie quiere que su hija o hijo, que su pueblo, que su trabajo, que su presente y futuros inmediatos y algo lejanos hacia lo adelante sean, así de simple, calificados de ruines.

Cuando Fernando Birri respondió para qué servía la utopía, quizás hubiese respondido lo mismo que de haberle preguntado para qué demonios servía la memoria. Hay que caminar, y caminar no es fácil.

Además, resulta que la utopía tiene en sí bastante de memoria, así como la memoria, su construcción y resguardo, no pocas veces va “embarrada” de utopía.

Y porque la gente recuerda o escucha lo que recuerdan otros y es como si el pecho se le frenara de pronto a preguntar: “¿cómo así?”.

Utopía y memoria, para no ser nostálgicos detenidos en la impotencia torpe y boba. Utopía y memoria, para saber identificar qué merece valer todo (y cuando se dice “todo” se habla de mucho) y qué no tanto.

Cuanto más duros se antojan los tiempos, más cruenta aún se vuelven las disputas por el sentido común y entran también en conflicto las “fórmulas para salvarse”.

Quienes eligen determinadas memorias coherentes con presuntas “utopías”, apuestan por el yo y el tú y el más nadie, con el “yo” y el “tú” y hasta el “más nadie” bien delimitados. Hablan de corre mientras puedas, de calibrar antes de cada paso la relación pérdida-beneficio. Hablan de desconfiar de la sombra, de la familia, del vecino y de cualquier otro. Cuerpos encerrados en cuerpos, atrincherados, egoístas, "peligrosos".

La “memoria” les ayuda a justificar todo eso y llegan y dicen que, desde que el mundo es mundo, ha sido así.

En algo hay que darles la razón: desde que “el mundo es mundo” todo eso existe.

Sin embargo, otros y otras, intentamos ir un poco más allá y nos diferenciamos, entre muchas otras cosas, en asegurar que no ha sido “así… y punto”.

La diferencia es que nosotros y nosotras, además de conjugar memoria y utopía, nos lanzamos al empeño de reconstruir, de levantar, de defender, la memoria de las utopías.

Ello nos sirve para apoderarnos también del “desde que el mundo es mundo”, para decir que, desde ese remoto entonces, ha habido gente, mucha, que han ido por encima del tú y el yo, para entenderlos y ejercerlos desde el nosotros, sin delimitaciones de ningún tipo.

Gente que, a pesar de poder, no ha querido salir corriendo y que han puesto el sueño, la utopía sin “presunta” ni comillas, por encima de la pérdida personal.

Gente que vivió de apostar por la gente y que, de tanta luz, no tenía tiempo de reparar en su sombra.

Gente que no dejó de luchar por la justicia cuando todos aparentemente se habían cansado de hacerlo. Gente que cargan solo en ellos, como recordaba José Martí, la vergüenza, la utopía y la memoria de muchos, que es como decir el reservorio de la dignidad.

Hoy se cumplen 241 años del nacimiento de Simón Bolívar. Desde el aquí y el ahora, no hace falta decir más.

Nota al pie:

En un barrio de Cuba, esta tarde de miércoles, alguien le dice a un amigo, mientras lo felicita por cumplir 55 julios, que Bolívar nació el mismo día que él. El amigo, con toda la naturalidad y ética de los que la memoria y la utopía lo dotan, responde:

—Bolívar y yo estábamos en el mismo “canal”. Él fue el Libertador de América y yo me fui con 18 años a Cuito Cuanavale, Angola, a liberar el África.